Cuando sufrió el ictus, Javier Rodríguez tenía 39 años y creía haber alcanzado su madurez personal. Casado, con dos hijos, alma de motero y fan del estilo heavy, sentía que tenía su vida encarrilada.
Una noche, tras hacer horas extraordinarias en la fábrica, llegó a casa a las dos de la mañana. Se entretuvo preparando un paquete para enviar a Madrid con un ordenador estropeado y se acostó con un intenso dolor de cabeza. Su mujer cuenta que despertó hecho un nudo, llamándole: “¡Cari, cari…!”. Mientras esperaban a la ambulancia, entró en coma y así permaneció dos días, a los que siguieron otros 45 en la UCI y un proceso rehabilitador que aún hoy continúa. Al despertar, permaneció meses totalmente inmóvil, sin más posibilidad de comunicarse que el movimiento de sus ojos. Los médicos no albergaban ninguna esperanza. Pero Javier superó todas las expectativas. Hoy se mueve, casi vuela, en su silla de ruedas-bici y habla a un ritmo más pausado, pero se declara absolutamente feliz con quien es y con su vida. El truco no es otro que su gran fuerza de voluntad, la aceptación —que no conformismo— de su realidad, su capacidad para saborear el ahora y un inagotable sentido del humor.
Aquel intenso dolor de cabeza no te alarmó. ¿Sufrías jaquecas con frecuencia?
Sí, en mí ya eran algo normal, hasta el punto de que andando con mi mujer o con un amigo me asaltaba el dolor, paraba en una farmacia para comprar Espidifén y preguntaba si podían darme un vaso de agua para tomármelo allí mismo y seguir. A raíz del ictus, me di cuenta de que un dolor muy esporádico puede ser algo relativamente normal, pero que cuando es muy frecuente sucede por algo más. Mucha gente que ha sufrido un ictus comparte este síntoma.
¿Cómo fue el despertar? ¿Fuiste consciente del estado en que ibas a quedar?
Mi padre murió joven de un infarto de miocardio, que en el fondo es algo parecido. Mi hermana la pequeña me dijo: “Te ha pasado algo como a papá”. Pero tampoco me dio más explicaciones. Mi mujer todavía me pregunta: “Y tú, cuando veías que no movías más que los ojos —pues era lo único que podía hacer, ya que no hablaba ni movía nada más—, ¿qué pensabas?” Y yo siempre le he contestado lo mismo: para nada sospeché que me iba a quedar así. Sabía que antes o después empezaría a recuperarme. El día en que habían quedado todos los médicos para venir a verme a mi habitación me dijeron que mi destino era una habitación en San Juan de Dios y que, tal como estaba, así era como me iba a quedar. Pero justo ese día, un cuarto de hora antes de que desfilaran por mi habitación, estaba con mi hermano y me reía, porque noté que empezaba a mover mínimamente el dedo de un pie. Mi hermano me miraba como pensando: “¿Qué le pasa a este tío con esa sonrisa? ¿Se ha quedado mal de la cabeza?” Y yo reía de gusto, de ver que quería mover el dedo y respondía. Sufría lo que denominan el síndrome del cautiverio: el paciente conserva el conocimiento, oye y entiende todo, pero vive atrapado en un cuerpo inerte, no está en condiciones de exteriorizar reacción alguna.
Pese a disponer tan sólo de los ojos para expresarte, mostraste a los demás que había mucha vida ahí adentro…
Con que la más me comunicaba era con mi mujer, que era y es la que mejor me conoce. Ella me hizo un abecedario de tres filas. Me iba señalando cada letra y, cuando era la elegida, yo levantaba los ojos para arriba. Yo llamaba a aquello la ‘güija’. Llegó un momento en que le decía dos palabras y ella ya me hacía toda la frase. Yo pensaba: “No era exactamente eso pero, bueno… podría valer” (Reímos). Igual que otra ocasión, en la clínica Ubarmin, en que empezó a mover las antenas de la tele para todos lados intentando sintonizarla. Yo ya tenía pillado el punto al aparato y conocía la posición que debían tener las agujas para ese canal determinado, así que viéndola con aquel baile de antenas decía mentalmente: “¡Menos mal que no puedo levantarme, que si no…!” Ahora me río mucho de toda aquella situación, pero hubo momentos en que lo pasé muy mal. Poco tiempo después de salir de la UCI, recuerdo un día en que le dije a mi mujer: “Tírame por la ventana y fuera, acabamos cuanto antes, que esta situación… ¿cuánto tiempo más voy a poder a aguantarla?”
¿Cuántos días permaneciste sin poder hablar y moviendo los ojos?
Tres meses. Me hicieron una traqueotomía. Una vez que me la quitaron empecé a hablar. A la primera que nombré fue a mi cuñada, Ana, porque tenía un nombre muy fácil. Al principio, no me entendía ni yo. Hoy es el día en que escucho alguna grabación de vídeo de hace mucho y tengo que decirles: “para, rebobina”, porque ni yo lo entiendo. Los logopedas me dijeron: “Estarás bien recuperado de la voz cuando pronuncies bien la r”. Y me dije: “Pues que no me pase nada: me llamo Javier, mi mujer Marta, mi hijo Rubén, mi hija Carla…” ¡Lo tenía todo en contra! Ahora no la digo perfecta, pero lo que a mí me gusta es que podemos mantener una conversación, que para mí eso es importantísimo. Cuando charlo por primera vez con alguien que no me conoce ni ha oído hablar de mí, ponen cara de “madre mía, cayó piedra”, pero a los diez minutos piensan: “Este tío tiene el coco muy bien amueblado, sabe lo que dice”. Recuerdo una anécdota del principio, cuando todavía hablaba peor que ahora, bastante graciosa. Se había estropeado en mi casa internet y llamé a Telefónica.
¿Qué pasó?
Pasó que suelto a la operadora mi explicación, a mi ritmo y con el esfuerzo que para mí suponía, y al terminar me dice: “Perdone, pero es que no le he entendido nada”. Repito todo el rollo, me tiro otro rato hablando y, al acabar, vuelve a decirme de nuevo: “Disculpe, no le he entendido nada”. Le respondo: Mire, señorita, me cuesta mucho hablar. Yo voy a tratar de vocalizar lo mejor que pueda y usted, cuando no entienda algo, me para y yo lo repito antes de llegar al final, ¿le parece?” “De acuerdo”, responde ella. Y salto yo: “Perfecto, entonces empezamos. Una, dos y tres: ¡Me cago en tu p… m…!” Y entonces colgó. Parece que eso sí lo entendió (Reímos una vez más sintiéndolo por la operadora).
Imagino que llegó un momento en que supiste ya cuál era tu panorama tras el ictus. Es decir, cuáles eran las limitaciones con las que tendrías que lidiar, hacia qué podías evolucionar.
No preguntaba a mi mujer muchas veces porque no me atrevía a conocer la respuesta. Un día le pregunté: “¿Voy a volver a trabajar?” No me quiso contestar, me dio largas: “Ahora lo que hay que hacer es recuperarse al máximo”. Y ahí empecé a sospechar que no me iba a quedar perfecto ni muchísimo menos. Al principio, ansiaba volver a caminar, andar en moto, conducir…, volver a hacer muchísimas cosas de las que hacía antes. Hasta que me di cuenta de que mi sino era una silla de ruedas. Y en ese momento es cuando volví a encontrar la felicidad.
¿Felicidad? Imaginaba ese momento como el más duro y frustante.
No, la felicidad llega justamente cuando aceptas tu situación, porque al principio luchas por algo que no va a llegar nunca.
Bueno, hay que comparar lo poco qué daban por ti los médicos y todo lo que has conseguido.
Desde luego, mi familia y yo estamos muy contentos de lo que he logrado. Yo, el primero. He conseguido ser independiente, que es lo más. Una vez, por ser tan temerario, me caí y me rompí una clavícula (Antes de empezar la entrevista hemos podido comprobar de primera mano la velocidad que coge con su vehículo mitad bici, mitad silla de ruedas, con intermitentes y música incluidos: subidas a modo de ‘paquete’ en la parrilla que lleva incorporada, delicioso viaje iniciático que hemos disfrutado por turnos). Con aquella lesión volví a ser dependiente. Me tenía que ayudar mi mujer a ducharme y a hacer muchísimas más cosas. Me entró tal depresión que me metí en la cama y estuve un par de días que no me quería ni levantar. Por eso, lo más grande para mí, y para cualquiera, es ser independiente. Irme al cine solo o salir a cenar con mis amigos, que siempre te echan una mano. Pero realmente me gustaría poder hacer todo por mí mismo, pues hay cosas que todavía no hago solo y que me gustaría, como por ejemplo ir a un concierto grande, tipo ACDC. Y luego hay muchas cosas que sí hago como el resto, pero a mi manera.
¿A qué te refieres?
A la mayoría de la gente que ha sufrido un ictus se les queda medio cuerpo paralizado. Mi caso no están extremo, tengo movilidad y fuerza, pero no destreza. Por eso, he desarrollado mis propios mecanismos.
¿Podrías darme un ejemplo?
Claro. Por ejemplo, para evitar atarme los cordones del calzado, les pongo un prisionero o tanka —esa bola de plástico con un muelle interior que incluye el cordón de chubasqueros, sudaderas, mochilas…, que permite fruncir y hacer el tope en el punto deseado—. Y uso el martillo sujetándolo con una mano y balanceándolo con la otra, cogiendo fuerza y golpeando como si fuera una catapulta, que ahí arriesgo bastante porque, si atino mal, corro el riesgo de rajar la baldosa.
¿Recibiste apoyo psicológico?
Al principio, en el hospital. Cuando estaba en la clínica Ubarmin, que fue donde me llevaron después, una amiga me comentó que tenía un amigo psicólogo que trabajaba allí y que me haría una visita. Un día vino. “Hola, ¿sabes quién soy?”, me preguntó. “El psicólogo”, contesté. “No”, respondió. “Menos mal, porque los psicólogos no me caen muy bien”, lancé yo. A lo que él replicó: “Soy psiquiatra”. “¡Ah —exclamé—, entonces mucho mejor!” (Nos reímos de su metedura). Aquel chico, muy majo, se convirtió en amigo, y a menudo venía y me contaba sus historias con su novia. Y yo aguantando el chaparrón.
Cuéntame antes del ictus cómo era tu vida y cómo es ahora por comparación. ¿Qué aficiones tenías, qué te llenaba?
La moto es algo que he llevado desde siempre. Y la música.
¿Heavy?
Heavy, por supuesto. Y además muy orgulloso del mundo heavy, la gente heavy y todo ese rollo. Intento ser lo más parecido a lo que era.
¿Ha cambiado tu carácter, tu modo de ser, tu escala de prioridades?
Sí. Recuerdo que antes me encantaba ahorrar, era feliz juntando el dinero para comprarme una moto o un coche. Ahora no. Mientras haya un tonto que me lo preste, yo hoy lo disfruto, que mañana no sé si voy a estar vivo o no. El ictus me ha ayudado a ver que no hay que pensar excesivamente en el mañana, sino en el ahora. Me dio a los 39. Yo tenía todos los boletos para sufrirlo —hipertensión, obesidad, tabaco…—, era consciente de ello, y decía: “A los 40 años haré un cambio radical”. Y mira, no llegué. Por eso ahora aconsejo a todo el mundo que intente cambiar desde ya, sin esperar a mañana, por si acaso. Hay que pensar en el mañana, pero más en el ahora. Yo un día estaba metiendo horas extras y al otro me iba del hombro con San Pedro. ¿Qué distinto, no?
¿Lo ocurrido ha sacado de ti aspectos positivos de los que te sientas orgulloso?
Sí. Las dos mejores cosas que tengo son fuerza de voluntad, que la tengo muy grande, y conformismo, entendido no como resignación sino como aceptación. Digo siempre en voz alta lo que pienso. Con el ictus no es todo malo. A menudo, me digo a mí mismo lo afortunado que soy porque he tenido la oportunidad de vivir la vida de dos maneras sumamente distintas: una al estilo del típico motero de Harley Davidson, un tipo duro, y otra en el lado opuesto, no ya como un hombre que pide ayuda, pues no me gusta dar pena, pero sí como alguien que la acepta. Antes era yo siempre el que ayudaba, no estaba acostumbrado a pedir ningún favor. Ahora soy quien la recibe. No la pido, la acepto (Insiste subrayando sus palabras, quiere dejar claro el matiz). Soy feliz como soy. Un día fui a dar una charla a una empresa de Villatuerta, al cabo de la cual les dije a los asistentes: “Bueno, ya me habéis mirado a mí mucho rato. Ahora miraros a vosotros. No me cambio por ninguno. Tal vez penséis que por el mero de hecho de caminar o de hablar bien me cambiaría por cualquiera de vosotros. No. Soy feliz, me acepto como soy”. Sólo me cambiaría por mi hijo, pero exclusivamente por su juventud, por el hecho de que tiene 17 años y posee un modo de ser y de pensar parecido al mío.
¿Tu familia ha sido un gran apoyo, te ha ayudado mucho?
Sí, mi mujer más que nadie. A lo mejor estaba con mi madre o mis hermanas y decía “bueno, me voy”. Les faltaba tiempo para coger la cazadora y ayudarme a ponérmela. Mi mujer siempre ha sido más pasota. Lo he hablado con ella y hoy en día le agradezco su actitud. Ella cuenta que, aunque muchas veces le dolía actuar así, entendió que para que yo aprendiera a hacerme las cosas por mí mismo tenía que ser así. Y cuando necesito pedir ayuda, la pido, que tampoco soy tímido, la vergüenza no puede conmigo. Cuando voy al gimnasio, en comparación con los que van allí soy un monigote, así que todo el mundo quiere enseguida ayudarme a coger la colchoneta, llevarme el balón a las espalderas…, pero yo les digo que prefiero hacer por mí mismo las cosas mientras pueda, a mi ritmo.
¿Vas al gimnasio todos días?
Sí. Bueno, hoy no.
Vaya. ¿No me digas que por culpa de esta entrevista?
No, porque he estado talando árboles.
¡Talando árboles! ¿Hablas en serio?
Bueno, yo lo que soy es un excelente capataz. Siempre lo he dicho: qué gran encargado se ha perdido la sociedad. En serio, realmente es así, porque soy una persona que cree que todo el que manda debería predicar con el ejemplo, y yo era así. Si pedía a alguien que hiciera algo empezaba por hacerlo yo, para demostrarle a él y a mí mismo que se podía hacer. Soy muy exigente, pero porque soy el primero que se exige a sí mismo.
Has participado en alguna charla de Mutua Navarra. ¿Cómo empezó esta colaboración?
Mutua Navarra da unas charlas sobre Ganas de Vivir en empresas. Así es como Amaia Ibáñez, trabajadora social de Mutua, y yo nos conocimos, y empecé a colaborar con Mutua Navarra en este tipo de iniciativas. No pretendo que la gente viva a mi imagen y semejanza, pero sí me gusta transmitir y compartir mi vivencia.
Quizá me pase de curiosa, pero me gustaría conocer la historia de esa cicatriz que tienes en el lado izquierdo del rostro. ¿Es de alguna intervención relacionada con el ictus?
No. Tenía tres años y medio. Las cocinas eran diferentes, no había encimera. Estaba la puerta del horno abierta y me apoyé para coger un muñeco de plástico que se me había caído debajo. Las dos perolas que había volcaron sobre mí, quemando casi la totalidad de mi espalda, de una mejilla y parte de la cabeza. En Virgen del Camino me hicieron una cura de urgencia y me llevaron a La Paz poco menos que a morir. En aquella ocasión tampoco tenían esperanza de salir adelante, pero parece ser que soy un tonto con más vidas que un gato. ¡Luego me tropezaré con esta piedra y me moriré! De la cintura para arriba tenía quemado casi todo, pero entonces a los niños se les ponía una faja para abrigar y eso me salvó en cierta medida. Mira, si te fijas… (Se quita su visera y me muestra la cicatriz, que se expande un poco más hacia la parte superior de la cabeza). Las calvas que tengo no se deben a que se me haya ido cayendo el pelo sino a que se me quemaron las raíces. Ahora ya no doy tanta importancia a no tener pelo, pero sobre todo en la adolescencia, en época de tener novias, lo echaba mucho más de menos. Con el accidente, mis ojos se quedaron pegados, pero no se molestaron ni en despegarlos, pues pensaron: “¿Para qué? ¡Con el chandrío que tiene que tener este chaval!” Pero la pomada que me daban, muy untosa, debió de hacer bien su papel y un día finalmente los entreabrí y dije: “¡Mamá, veo!” Y ella lloraba.
Imagino que en aquella ocasión también rompiste los esquemas a los médicos que te trataban, ¿no? Ya apuntabas maneras.
Sí. El neurólogo que me trató cuando me dio el ictus, que ahora está jubilado, cuando llegaba a la consulta me hacía la reverencia. “¡En la carótida, en la carótida!”, repetía ante un alumno de prácticas, pues la oclusión que provocó mi ictus tuvo lugar en esa arteria y, por lo visto, sobrevivir a eso hacía mi caso bastante excepcional.
¿Crees que es cuestión de suerte?
Bueno, aparte de tenerla, supongo que muchas veces la suerte también se busca. Hay gente que quisiera tener las cosas que yo he logrado, se han empeñado y no han tenido esa suerte, pero también te digo que otros muchos no se han empeñado. Hace trece años que me dio el ictus y todavía sigo yendo al gimnasio, a la piscina, no me duermo en los laureles. El típico día medio lluvioso digo: “¿Dónde voy a estar mejor que en el gimnasio?”. Pero, cuando sale un día primaveral, bonito, vas de camino al gimnasio y ves a la gente tomando un cafelito y leyendo la prensa en la terraza, a gusto te pondrías allí, con ellos. Pero me digo: “No, tengo que fichar”. Me lo tomo como mi trabajo. Voy allí e invierto toda la mañana, en parte porque a mí todo me lleva mucho rato. No solo la rehabilitación, sino también ducharme, vestirme…, hasta llevar una conversación me cuesta más tiempo del normal.
Sé que, por lo que has contado, prefieres centrarte más en el presente que en el mañana. Pero, ¿cómo te visualizas en un futuro. ¿Tienes algún sueño en especial o un proyecto concreto en mente?
Quiero ser como soy ahora. Y, por otro lado, me da un poco de miedo plantearme cómo seré de mayor. Además, digo: “¡Pero si ya soy mayor!” (Reímos). En serio, no me lo planteo, me quedo con el hoy, el aquí y ahora. Aunque sí hay un proyecto que me ilusiona, que tenía atado y esperaba hacer el pasado verano, pero tuve que detenerlo por cuestiones de salud. Se trata de hacer el Camino de Santiago, pero de un modo diferente. Hay muchas personas con minusvalías que han hecho el Camino, pero siempre con ayuda de un segundo o un tercero con plenas facultades, por así decirlo. Yo me dije: “Voy a hacerlo con un ciego”.
¿Y qué hiciste: “A ver. Voy a mirar en la agenda de ciegos…”?
Je, voy a hacerlo con Serafín Zubiri.
Habitualmente, te desplazas en una silla de ruedas mitad bici, ya que está unida por la parte delantera a un manillar con una rueda, y llevas incorporado un sistema eléctrico con intermitentes. ¿Cómo sería entonces ese vehículo para Serafín y para ti?
Hay un accesorio que se pone en la silla para unir una bicicleta. Pero ese accesorio se comercializa para dar un paseo simplemente, no para hacer el Camino de Santiago. Yo hubiera querido perfeccionarlo para esta ruta larga. Como no puedo dibujar ni escribir, un amigo me preparó el diseño en el ordenador. En el tubo inferior del cuadro de la bici puso ‘Javitonciclo’ y así lo hemos bautizado. Serafín se iba a encargar de pedalear y yo iba a ir en la silla para ir girando, dirigiendo el vehículo, porque si tiene que girar Serafín… ¡estamos apañados! Pero yo no gorroneo su fuerza porque, aunque no puedo pedalear, llevo mi sistema eléctrico. Él ha ido muchas veces en tándem, pero el que va delante es el que frena y cambia de marchas, y él me comentó que le haría mucha ilusión poder hacer eso, así que dije: “Vale, te voy a dejar a ti controlar la frenada y las marchas“. Él tiene sus medios para saber a qué velocidad va en cada momento, así que la idea era decirle, por ejemplo, bajando un puerto: “¡Serafín, vete frenando y que no pasemos de 20 kms/hora!”. Ya hemos hecho alguna carrera juntos. Él se agarra ahí detrás y yo ejerzo de perro guía.
Lo que sucede es que casi no podrías ni entretenerte para hablar con alguien…
No creas, Serafín es muy especial. Al cuarto de hora de estar con él se te ha olvidado que es ciego. Toma un café o cualquier consumición y sabe dónde está la copa y si está llena. Tiene una mente privilegiada. Le comenté que mi idea era hacer el viaje en septiembre. “Pero ten en cuenta que sea antes del día 28, que cambia la hora”, me dijo, ¡y estábamos en abril!
¿Qué consejos darías a alguien que pase por una situación similar a la tuya?
Sobre todo que, para estar un poco mejor de cómo estas trabajar, tener constancia y no decaer nunca. Ni siquiera ponerse metas, trabajar constantemente. A veces se ha acercado alguien y me ha dicho: “No sé quién ha pasado por una situación similar a la tuya. Con tu forma de ver la vida, ¿podrías ir a hablar con él, decirle algo?”. Nunca he querido hacerlo. ¿Sabes por qué? Porque, cuando te pasa algo como esto, estás deseando que venga alguien a decirte que a Fulano le pasó algo peor que a ti incluso, pero que ahora, cinco años después, las secuelas que le quedan son mínimas y hace esquí acuático, submarinismo… Eso es lo que a todo el mundo le gustaría escuchar, pero la pura realidad es decir: ¿Ves como estás? Pues así te vas a quedar. Y todo lo que consigas por encima, de maravilla, bienvenido sea. Pero si a alguien que acaba de sufrir un ictus le dices eso, en lugar de ser el tío guay que te levanta el ánimo eres un terrorista, cuando simplemente has contado la realidad tal cual es. No existe una varita mágica que te toque y de pronto estés fantásticamente. Todo es a base de esfuerzo, trabajo día a día y luchar por estar un poco mejor.
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