Hay veces en que la vida se empeña en ofrecernos su peor cara, y entonces las cosas se ponen muy difíciles. Esas veces un repentino infarto sobrevenido en un taller, mientras operas la fresa, y una dura y prolongada baja no son suficientes para calmar su voracidad. Aún puede pedir más, cobrarse más víctimas. A tu mujer, por ejemplo. Y entonces… ¿dónde o cómo encontrar motivos para seguir?
A Carlos Remiro la vida ya le llevaba dando una buena tunda durante los últimos doce años. Los que el cáncer vino a maltraer a Mariana, su compañera de cuatro décadas, en un cruel proceso de deterioro. Pero ahí andaban él y sus dos hijas, tirando…
Hasta que el 8 de enero de 2017, mientras trabajaba en su puesto de Talleres Aristu, en el polígono de Tajonar (Mutilva), de repente notó una fuerte opresión en el pecho. Se incorporó buscando aire, pensando que sería un simple vahído que pasaría en seguida. La cosa no remitía; al contrario, iba a más. “Empecé a sudar goterones. Me asfixiaba. Lo achaqué a la neumonía que había tenido dos años antes, que me provocó una perforación de la pleura. ¡Para rato imaginaba yo que era un infarto!”, recuerda más de un año después, justo cuando acaba de reincorporarse plenamente.
Lo que no imaginaba —o tal vez, en el fondo, sí— es que los días de Mariana estaban contados. El segundo mazazo del año llegó en septiembre, estando todavía de baja, precisamente cuando parecía que él comenzaba a remontar. “Yo iba para arriba y ella para abajo. ¡Estaba tan desgastada con toda la mierda que le metían! Un día le pilló flojilla y se fue en pocas horas. Al menos, no sufrió”. Entonces, el mundo se le vino encima y tuvo ganas de mandarlo todo a hacer puñetas.
Remiro, que cumple este mes 58 años, nació y vivió durante su infancia en la Chantrea. Hoy, vive en el piso que pudo comprar cuando consiguió por fin un empleo fijo en Talleres Aristu, hace ya casi treinta años, después de picar aquí y allí. Sin formación técnica previa, en el taller aprendió el oficio de fresador. Es el único fresador, fresador; sus otros compañeros son en realidad torneros.
Menudo y fibroso, tiene cuerpo de deportista. Tras el infarto y el fallecimiento de Mariana, ha perdido el apetito y casi nueve kilos. Come variado y saludable, pero está más delgado que nunca… “¡Yo, que he sido más sano que la leche! En la vida había tomado medicinas de ninguna clase. Soy muy aprensivo. Prefiero las cosas naturales. Ahora, no me queda más remedio. ¿Deporte? Me encanta. La bici, sobre todo. Una maravilla, ¡cómo iba!, para arriba, para abajo… Aún tengo tres mountain-bike en el trastero. ¡Para rato me sigues tú!”, nos reta. (Con todo, Carlos reconoce que también ha sido fumador, aunque moderado: “Una cajetilla me duraba dos o tres días, ¿eh?, tampoco es para tanto”).
El día en que el corazón le pegó un hachazo se encontraba en el taller junto a su encargado. En el Complejo Hospitalario de Navarra le intervinieron de urgencia, le implantaron un ‘stent’ y le forraron a pastillas. Lo normal en estos casos. Le habían cogido a tiempo, parecía, pero los meses siguientes fueron terribles, de profundo desánimo. “Pasaba un mes, y otro, y otro… No mejoraba nada. Me ahogaba, como los abuelos. Ni atarme los zapatos podía. Trataba de ir de casa, en la Rochapea, a la Chantrea, y llegaba con la lengua fuera. Mal, muy mal”. Los médicos de Mutua Navarra que le seguían entendieron que aquella evolución no era normal y decidieron su traslado a otro centro sanitario. Le volvieron a operar, le colocaron otros dos ‘stents’ y le redujeron la medicación. La situación dio un vuelco a mejor de inmediato. “Me quitaron una pastilla que me hacía polvo y mano de santo. Es que era tomármela y ponerme malísimo. Me tenía que sentar en el sofá, medio borracho, y esperar diez, quince minutos, hasta que se me pasaba. Ahora me han dicho que en verano quizá me quiten alguna pastilla más. Estoy deseando”.
Carlos Remiro no tiene más que buenas palabras para Talleres Aristu, Mutua Navarra y los médicos y personal que le ha venido apoyando y cuidando estos meses. Agradece, por ejemplo, que sus jefes le hayan permitido reincorporarse poco a poco, empleando las vacaciones no gastadas del año pasado. De enero, cuando volvió, a abril sólo ha trabajado por las mañanas. El regreso se ha hecho así más llevadero. Ha vuelto a su mismo puesto, de fresador, aunque no puede pegar los martillazos de antes ni hacer roscas. “Lo que pasa es que mi cabeza quiere, pero el cuerpo no me sigue. No doy ni el 60% de lo que daba. Llega el jueves y estoy muerto. Además, me hago cualquier heridica y sangro sin parar, tengo la sangre que parece agua. Sinceramente, no creo que mejore mucho más. ¡Con la fuerza que tenía! ¡Le daba mil vueltas a cualquiera aquí, mecagüen…! En fin, la verdad es que no me puedo quejar, se han portado de maravilla conmigo. Me han dado todo tipo de facilidades. Y yo voy bien, mejorando. Estoy contento y con ganas de trabajar. Como toda la vida. ¡Que te lo digan los compañeros!“
“Hoy tengo claro que, aunque me desanime, hay que seguir luchando. A mí mujer le encantaría que siguiera. Creo que todo esto me ha hecho mejor persona. Tengo que salir de mí, verme desde fuera, y comprender que lamentándome no voy a ninguna parte”
El cansancio que se le acumula, la falta de fuerzas y la ausencia de su mujer se le hacen cuesta arriba. Muchos días le puede el pesimismo. El día anterior a esta entrevista, que coincidía con el cumpleaños de Mariana, Remiro se lo tomó libre. Bajó al cementerio con sus hijas. “Es que me levanto cada mañana y me encuentro hablándole. No me la quito de encima. Marianica tal, Marianica cual. Me paso el día comiéndome la cabeza… Para mí, lo era todo. Ando triste, la verdad. Dormir me cuesta un montón. Me desvelo a la mínima. Por eso, he vuelto a fumar un poco. En realidad, no, es sólo un par de caladas que doy antes de meterme en la cama. Sé que no debo hacerlo, mi hija pequeña se enfada conmigo, pero me relaja un montón, lo necesito”.
A Mariana, también de la Chantrea, la conoció teniendo él 16 años y ella 14. Unos críos. De ella es de donde Carlos Remiro saca fuerzas para seguir. De ella y de sus hijas, de 38 y 23 años. La pequeña sigue viviendo en casa. “Era una buena mujer. Se ocupaba de todo para que yo pudiera centrarme en el trabajo. Cocinaba, limpiaba, me compraba la ropa. ¡Hasta los gayumbos! Incluso cuando peor estaba, se preocupaba de lo mío y me animaba. Yo es que aguanto menos, pero ella… Lo que pasa es que estos últimos años, la pobre, han sido una pasada. Muy mal. Veías cómo no podía ni dormir, se pegaba el día en el baño, con vómitos, y si no hundida en el sofá con su mantica, muerta de frío… Muy mal, muy duro. Hacíamos lo que podíamos. Aprendí a cocinar algo y todo. Ahora me tengo que hacer todo, claro”.
Es Mariana la que cada día le da motivos para seguir, la que le susurra al oído que no baje los brazos, la que le anima a levantarse e ir al taller a hacer lo que ha hecho siempre, con el mismo mimo. Y él, que tiende de natural a ver las cosas negras, se deja convencer. Hasta tiene sueños: un nieto. “¡Ojalá tuviera una nietica, una Marianica! Sería lo más grande para mí. A ver si la hija pequeña se anima, porque la mayor, que vive hace años con su mozo, no quiere saber nada”, se encoge de hombros y esboza una sonrisa.
Remiro jugó de chaval en el Chantrea, su barrio, hasta que pasó a Osasuna con catorce años. El hecho de que el Chantrea sea filial del Athletic no le hace ninguna gracia: más que el fútbol, su pasión es Osasuna. Mantuvo 27 años su abono de socio en graderío sur, el lugar de los Indar Gorri. Con su purito y su petaca de whisky, era un fijo del Sadar así cayeran chuzos de punta. Hace tres lo dejó por los sofocos que se llevaba, pero ahora, para el centenario rojillo, está pesando en volver. Alex Berenguer, ex jugador de Osasuna, hoy en las filas del Torino italiano, le regaló este año su camiseta. Es hijo de una prima carnal, lo cuenta todo orgulloso.
Pero no todo es fútbol. A nuestro protagonista le apasiona también la huerta, que le da vida. Tiene y cuida una en la casa del barrio que le dejaron los padres de su mujer, y que comparte con sus cuñados. “Planto mis lechuguicas, mis tomates, riego, arreglo aquí y allí. Hago de albañil, de electricista, de todo. Me he hecho un txoko sin gastarme un duro. Hasta una caseta para guardar las herramientas. Este verano no pienso ir a ninguna parte, me quedaré en la huerta. Así es como si estuviera con ella”.
Y así vive Carlos Remiro, entre la satisfacción por haber vuelto a trabajar, que le ha supuesto un enorme chute de energía y confianza, el agradecimiento a su empresa y al personal médico que le cuida, y la convicción de que es necesario asumir del todo lo que le ha pasado porque vivir merece la pena. Mucho ha tenido que ver en esto la ayuda de una psicóloga conocida de la familia. “Hace unos meses, la verdad, no aceptaba todo esto. Tenía un follón tremendo en la cabeza, me estaba volviendo loco. No salía de casa, me hundía. Ella me ayudó mucho, mucho. Me llamaba todos los días. Qué maja. Hoy tengo claro que, aunque me desanime, hay que seguir luchando. Puede parecer que soy muy pesimista, pero es mi forma de hablar. A mí mujer le encantaría que saliera adelante. Creo que todo esto me ha hecho mejor persona. Tengo que salir de mí, verme desde fuera, y comprender que lamentándome no voy a ninguna parte. Así que siempre acabo encontrando fuerzas, ¿eh? Por mí, por mis hijas, por ella”.
No hay duda ninguna de lo que conseguirá.
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