4 de julio de 1996. Teresa tiene 33 años. Esposa enamorada y madre feliz de un bebé de nueve meses, vive en Estella y es educadora en una empresa de pisos funcionales para jóvenes con discapacidad intelectual.
Sale de una reunión del comité de empresa y se dispone a recoger a su hijo, que se ha quedado con su madre. Conduce un coche nuevo, deprisa y confiada en una recta que se sabe de memoria. No se ha abrochado el cinturón. Fuma. Lleva la ventanilla bajada para liberar el humo. Tiene su mente en los Sanfermines. Apaga el cigarro y aparta la vista de la carretera un segundo para cambiar la música.
4 de agosto. Teresa despierta. Está acostada. Lleva un collarín. No puede moverse. Parece la cama de un hospital. Mira la bolsa de suero que tiene a su lado. La bolsa le da la fecha. ¡Hala, ¿y los Sanfermines?, dice. ¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado? Cuento corto: al ir a cambiar de cedé, había dado un volantazo involuntario y el coche se había salido de la carretera y dado varias vueltas de campana. En una de ellas, se había partido la médula. Después, su cuerpo había salido despedido por la ventanilla.
El accidente dejó en silla de ruedas a Teresa Itxaso, que hoy tiene 54 años, y le arrebató mucho. Entre otras cosas, un matrimonio. A cambio, le regaló un vínculo indisoluble con su madre, tías y hermanos, y le mostró el poder terapéutico de la amistad.
La ambulancia te llevó a Estella, pero al ver el alcance de tu gravedad te trajeron a Pamplona y aquí permaneciste un mes en coma.
Al estar tan dañada, mi coma fue inducido. Las costillas me habían perforado los pulmones y no podía respirar. Estuve todo un mes entubada, inmovilizada boca arriba. La lesión medular ni me la tocaron en ese tiempo. La sensación de ahogo, de no poder respirar, era terrible. Tuve muchas alucinaciones y pesadillas horrorosas. Sentí que me moría. Era una sensación muy desagradable. Amaba mi vida, no me quería morir bajo ningún concepto. Quizá, por eso, siempre digo que mi despertar y asumir la lesión fue menos traumático que el coma. Eso sí, no fue como en las películas, que te despiertas, te comunican que no puedes andar y se monta el drama. Fue algo más progresivo. Cuando me encontraron en el campo tras el accidente, parece pedí que recortaran mis ropas porque había notado que no sentía las piernas. Aunque no recuerdo nada, algo debió de quedarse en mi subconsciente porque en todo momento, durante el coma y al despertar, era consciente de la gravedad. Quizá por haberlo pasado tan mal, al despertarme y ver que podía respirar, ver a mi marido, a mi hijo… Todo eso me dio fuerzas. Me dije: “En una silla de ruedas o en un triciclo, ¡lo que quiero es vivir!”
¿Qué pensaste cuando abriste los ojos la primera vez?
Recuerdo que leí la fecha en el suero: 4 de agosto. Y comenté: “¡Hala, ¿y los Sanfermines?” La gente se ríe al recordarlo. Yo era —y soy— muy sanferminera. En la reunión del comité el jefe nos había regalado una pamela y unas entradas para los toros del 7 de julio. Justo antes del accidente iba pensando en los Sanfermines. “Pobre mujer, con lo que tiene y pensando en que se le han pasado los Sanfermines”, susurraban las enfermeras.
¿Cómo fueron esos primeros días? ¿Cómo reaccionaste?
Sí recuerdo también que, en lugar de pasarme a planta, me mantuvieron otra semana en la UVI porque temían que pudiera tener otra lesión en el cuello. Preferían trasladarme al Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo en helicóptero. La gestión tomó una semana. En Toledo vieron que no había lesión de cuello, pero sí fisura, así que me pusieron un collarín y permanecí inmovilizada otro mes más. Estuve allí siete meses. Mis primeros días allí fueron un mar de lágrimas. Pero prefería llorar cuando estaba sola. Me iba arrastrando por las esquinas, pero cuando se iban… ¡Hacía charcos!
Eres de las valientes que lloran en privado…
Compartía habitación con dos mujeres, una joven de 19 años y otra de 50, ambas tetrapléjicas. Había que darles de comer, de beber, hasta quitarles las moscas. ¡Era mucho peor que lo mío! Yo, en cambio, comía, subía, bajaba, tocaba el timbre, les ponía música… ¡Yo allí era la reina del mambo! La de 50 había perdido en el accidente a su hija y a su padre, y a su hijo de seis años hubo que cortarle una pierna. El padre de la de 19 sufrió un accidente un día, camino de Toledo, y se mató. ¿Cómo iba a llorar yo teniendo lo que tenía a mi alrededor? Tenía a mi familia, a mi hijo, a mis amigos, no tenía problemas económicos que me fueran a impedir nada, los brazos bien… ¡Mostrarme hundida me parecía egoísta! Llorar desahoga y sienta bien, pero a mí me parecía más sano hacerlo sola y luego echarme unas risas con esas dos mujeres. Tantas horas compartidas ¡dan para hacer y hablar de todo!
¿Cómo era tu plan diario en Toledo?
A las 8 desayunaba y después bajaba al gimnasio. Había estado inmovilizada dos meses y no podían ponerme en la silla desde el principio. Al principio, te colocan en un plano horizontal y van haciendo movimientos en tus piernas y brazos para que no pierdas tono muscular. Posteriormente, van inclinando ese plano poco a poco hacia la vertical, hasta que se aseguran de que ya no te mareas y puedes permanecer erguida. Entonces te pasan a la silla, empiezas a hacer pesas y, a continuación, ya te pasan al suelo. Después, comienzan los ejercicios en las paralelas. Por la tarde, aprendes a vestirte, a calzarte, a ir al baño, a ducharte… No he vuelto a ponerme un chándal en la vida porque allí te pegabas la vida en chándal. En Toledo hay psicólogos, psiquiatras, sexólogos, urólogos, rehabilitadores… Cada uno va donde quiere, marca su ritmo.
¿Cómo vivió tu familia todo el proceso?
A mi madre casi la tuvieron que llevar a la UCI a la fuerza, porque era incapaz, no asumía aquello de ninguna manera. Pero tuvo que reaccionar. No le quedó otra. Y una vez que lo hizo fue la bomba (La madre de Teresa Itxaso murió el 24 de agosto de 2017. El dolor aún supura). Iba a Madrid en autobús, de allí cogía otro que la llevaba a Toledo… Mi marido, una persona muy echada para adelante, lo llevó muy bien. Creo que el que más sufrió, pese a ser tan pequeño, fue mi hijo. Estábamos todo el día juntos y, de la noche a la mañana, desaparecí. Era un niño que superaba con creces la media en todos los percentiles y sólo había tenido que llevarlo al médico para las visitas rutinarias. Sin embargo, los meses que estuve en Toledo empezó a bajar y se cogió de todo. Nos planteamos que viviera en Toledo, pero el centro no era un entorno saludable para un niño tan pequeño e implicaba el extra de alquilar un piso en la ciudad y trasladar a la familia a vivir allí. Por otra parte, yo debía estar concentrada y pasar el mayor número de horas posibles en gimnasio y realizando las otras terapias. Lo desechamos.
¿Cómo fue la vuelta a tu casa? Retomar tu vida, tu rutina…
Mientras estuve en Toledo, me adaptaron la casa. Hay que hacer un montón de obra: la bañera, el bidé, la parte de abajo del lavabo, la anchura de algunas puertas… Si vas en silla de ruedas, en una cocina convencional la sartén te llega a la altura de la cara. Si salta el aceite… Así que hay que remodelarlo todo, del frigorífico a la fregadera. En ese sentido, no había problema, el problema era la sociedad…
¿Qué quieres decir?
Venía de Toledo, donde todo está adaptado y nadie te mira raro, porque de hecho yo era de lo mejorcico que había allí. Además, había conseguido en siete meses lo que otros logran en año y medio, así que volví pensando que podía con todo y que iba a ser igual que en Toledo. Pero llegas a casa, la gente te mira con esa cara de ‘ay, qué pobre’, y entonces es cuando te sientes una pobre mujer en silla de ruedas. La gente no lo hace con mala intención, pero si quieres retomar tu vida normal eso no te ayuda. ¡Bastantes favores tienes que pedir ya! La gente se vuelca y tú tiendes a dejarte cuidar. Y está muy bien que te quieran y te cuiden. Pero cuantas más cosas puedas hacer por ti misma, mejor. Se trata de que si, por lo que sea, un día no tienes esa ayuda puedas hacerlo tú. Ahora yo voy y vengo sola, sé por dónde tengo que ir y puedo acceder a los sitios. Pero antes… ¡no había nada! Para desplazarme a cualquier lugar —bares, farmacias, supermercados…— tenía que llevar siempre el niño sentado en el regazo y, detrás, alguien que me empujase. Yo soñaba, fíjate qué tontería, con leer el periódico en un bar mientras me tomaba un café sola, completamente sola desde que entraba hasta que me iba. Sin nadie alrededor.
Desde fuera no es fácil hacerse cargo…
Es que llevo muchos años y estoy hecha a mi silla. Para mí, es normal. Pero la gente es lo primero que ve. Me gusta ir a la librería. Pero no hay manera de subir sola la rampa que hay detrás, para acceder. Es larga y fácil, y me apetece hacer ejercicio, pero siempre viene alguien a empujarme. Suelo ir sonriendo o silbando para demostrar que no voy apurada, pero no hay manera. Así que últimamente echo un vistazo y, cuando no hay nadie, echo a correr con la silla. Algo parecido ocurre cuando estoy en el coche y viene alguien a ayudarme. Pierdes más tiempo en explicar cómo desmontar la silla que en hacerlo. Sólo quieren ayudarte y tienes que dar las gracias, cómo vas a decir sin molestarles “vete, por favor, que tengo prisa”. La gente de tu círculo sí coge confianza y ya te trata con normalidad. Tráeme tal cosa, decía. ¡Ay, vete tú, que a eso sí llegas!, me contestaban. Y eso es justamente lo que yo quería. Mi madre empezó incluso a soltar comentarios irónicos cuando me quería comprar ropa o zapatos. ¿Eso tan caro te vas a comprar? Pero, ¡si no miran más que la silla!, decía. A mí me encantan los zapatos, pero ella y mi tía no podían entenderlo. ¡Qué lástima, una suela tan buena y que no la vayas a usar!, soltaba. Claro, dejaba a las dependientas vuelta al aire.
Una vez recuperada, ¿por qué no seguiste trabajando?
Me dijeron que, si quería podían, adaptarme un puesto de trabajo. Lo mío fue un accidente laboral, in itinere. No es lo mismo una pensión normal que una pensión por accidente laboral. Te pagan el 150% del sueldo para siempre, si quieres. Era trabajar y perder esa pensión o renunciar al trabajo. Al volver de Toledo quería recuperar a mi hijo a toda costa y no sabía cómo iba a tener la cabeza para trabajar, no sabía si realmente sería capaz, así que escogí quedarme con la pensión de accidente. Dos años después del accidente, cuando yo ya me había separado, mi amiga Pili vino de directora al centro Monjardín, en la Misericordia. Y me planteó ayudarle con el ordenador, los historiales… Yo llevaba a mi hijo a la ikastola Amaiur a las 9 de la mañana, tomaba un café con las madres, y a partir de las 10 ya no tenía nada que hacer. Así que empecé a trabajar en Monjardín de modo voluntario. Durante muchos años estuve yendo por la mañana. Comía allí y me iba a las cinco de la tarde, para recoger a mi hijo. Pero, como no cobraba, no tenía obligación ninguna; es decir, podía no ir un día si mi hijo se ponía enfermo o había quedado con alguien. Estuve muy a gusto, no necesitaba el dinero y era una manera de estar activa.
¿Cómo afrontó tu marido esa nueva vida?
Desde el momento del accidente, echó el resto. Fue espectacular la forma de llevar todo en todos los aspectos. Pero después del segundo año la relación se resintió. Él era mi apoyo, yo estaba absolutamente enamorada y no veía mi vida sin él. Así que al principio me cerré, no quería ver. Mi amiga Pilar, de las que te dice la verdad y no lo que quieres oír, me advirtió: “Ten cuidado, controla, que como las cosas se compliquen…” Mi suegra vivía en el piso de arriba y solía bañar a mi hijo, pero me aconsejó sabiamente: “Tere, empieza a bañarlo tú, que no sabes lo que va a pasar”. Conseguí reaccionar. Empecé a bañar al niño y a cocinar. La compra, por ejemplo, no dejaba que me la hicieran, pedía por teléfono lo que quería al híper y me la traían a casa. Y, a medida que iba haciendo cosas, me sentía mejor. A los dos años del accidente me separé y volví a Pamplona.
¿Cómo sobrellevaste la separación?
Al principio, fue muy duro. Reconstruyes tu vida, ya tienes todo adaptado, al fin había vuelto a la normalidad… y de pronto esto. Yo estaba enamorada, antes y después, absolutamente. Tonta no eres, vas viendo pequeños detalles que te avisan de que algo no marcha, de modo que es algo que esperas más o menos. Pero aún así te dices: y ahora, ¿qué hago con mi vida?, ¿dónde voy? Él decía que no quería ni el piso ni nada, que sólo quería al crío. Pero yo por ahí sí que no iba a pasar. Por eso, comencé con lo de bañarlo y hacer todo sola. Él ni siquiera me había pedido el divorcio, pero ya veía que las cosas no iban bien. Al final, se convenció. Fue de común acuerdo. Cerramos el divorcio en meses. Él quería que me quedara en Estella, en el piso de arriba, pero me fui a vivir a Pamplona, con mi madre. El crío vivía conmigo, yo me hice cargo de todo. Los miércoles, como no había clase por la tarde, él lo recogía y se lo llevaba a Estella, dormía con él y al día siguiente lo llevaba a la ikastola. Y el fin de semana que le tocaba, lo recogía el viernes a las cinco de la tarde y lo llevaba el lunes a la ikastola, lo que a la vez me venía muy bien pues le das la vuelta a la situación y esos fines de semana eran un descanso para cenar con mis amigas y hacer otras cosas. El divorcio fue duro, pero a la larga a mí me parece un acierto, porque no puedes estar con alguien que no te quiere sólo por el hecho de que le des pena.
Fuiste valiente tú y fue valiente él.
Yo también lo pienso. Creo que hace falta mucho valor para decir: “Yo no puedo con esto. Mira, me quiero separar”. Cualquiera no lo hace. Me planteé la separación en mayo, pero entre unas cosas y otras no me fui hasta septiembre. En esos meses seguimos viviendo juntos con el crío y para mí fueron durísimos, porque ya veía que él no estaba allí. Dos no riñen si uno no quiere, me decían. Pero yo no podía suplicarle que se quedara conmigo. Me había planteado que no quería estar conmigo, así que no podía convencerlo para que me quisiera.
¿Cómo fue vivir de nuevo con tu madre?
Yo no había vivido con ella desde los 17 años. Adaptamos un baño en su casa para que pudiera ducharme y el resto lo hacía ella. Era una sobreprotección a escala máxima. Por más prisa que me diera, para cuando iba a recoger la ropa que dejaba al ducharme ya la había ordenado ella. Si yo castigaba a mi hijo, ella se lo levantaba. Si volvía tarde, me decía: ¿qué hace una mujer en silla de ruedas por la calle a las 5 de la mañana? ¡Pues lo mismo que las demás, pero sentada, mamá!, solía decir yo. Una locura. Así que dije: yo me voy de aquí como sea. Era un encanto y la adoraba, pero me asfixiaba. Durante el traslado me decía: ¡si no vas a poder, si vas a tener que volver! Y yo: mamá, si no puedo volveré, pero ahora déjame. Realmente, luego estaba todo el día con ella, pero viviendo en mi propia casa, con mi hijo y con una persona que me ayudaba.
¿Cuándo entras en contacto con Mutua Navarra?
En el momento en que empecé a hacer rehabilitación. De mi estancia en Toledo, salí con una silla. Pero yo quería volver a conducir y necesitaba algo más manejable. Mi madre me pagó otra. En Mutua Navarra, Amaia Ibañez, la trabajadora social, me explicó que no tenía que comprarme nada, que Mutua tenía la obligación de ponerme la silla y todo lo que necesitara en casa. Y así lo hicieron. Cuando me fui a vivir por mi cuenta, quise poner una cocina adaptada para poder hacer yo las cosas. Estamos acostumbrados a poner cartas al director para quejarnos, siempre para protestas, y me da rabia porque no soy hábil escribiendo, pero tengo pendiente escribir una carta de agradecimiento. Algún día lo haré. Siempre me he sentido protegida por ellos y tratada de un modo muy natural. No tengo ni un pero, ni el más mínimo. Ahora, estoy colaborando con Mutua Navarra en un proyecto para detectar posibles carencias en sus instalaciones en materia de accesibilidad.
¿Qué te ilusiona? ¿Qué te gustaría hacer que no has hecho?
Tirarme en paracaídas. Antes, era una ciega de las motos. De hecho, tenía una Yamaha 600 cuando tuve el accidente, y una Kawasaki 500. Había empezado a practicar parapente. Siempre he sido un poco loca.
¿Tu hijo lleva bien que su madre esté en silla en ruedas?
Muy bien. Bueno, ha sufrido mucho, pero carencias no ha tenido porque si había que ir a esquiar, por ejemplo, yo me iba a esquiar. Aunque hiciera frío, debajo de un árbol, para arriba, para abajo, porque tienes que hacerlo. Por otro lado, él no tiene el recuerdo de mí andando y, como me ha visto hacer todo, para él la silla nunca ha sido un impedimento en su vida. Lo ha visto todo con mucha naturalidad.
¿Qué consejo darías a alguien que pase por una experiencia similar a la tuya?
No soy quién para dar consejos porque lo que a una persona le ayuda a otra no. Pero bueno, si tengo que dar alguno, señalaría dos. En primer lugar, hay que tomarse tiempo. Mucho. No mirar la vida a lo lejos. Centrarse en pequeñas metas. Primero, en la recuperación física porque, a medida que mejoras físicamente, la cabeza se va recuperando. Al principio, te parece imposible ir en una silla de ruedas. O conducir. Y conforme vas haciendo cosas ves que se puede. No debes hundirte ni decir puedo con todo, porque no son verdad ninguna de las dos cosas. Es un proceso muy lento, pero cada día te das cuenta de que das un paso más. Ir al baño, cocinar, pasear… Hace mucho daño la cara de la gente, o tener que explicar constantemente qué te ha pasado, pero con el tiempo aprendes a dar la vuelta a la situación. Se trata de echarle humor. Hay que aprovechar a la gente que tienes alrededor, pero sin dar pena. Yo no quiero estar siempre amargada. A la gente no le gusta estar con alguien que siempre está deprimido y quejándose. Por eso, cuando estoy mal, me quedo en casa y, cuando me repongo, salgo. Si tienes amigos reales, nadie mejor que un amigo para ayudarte. Yo tengo suerte, siempre he tenido gente cerca. Mi amiga Pili, por ejemplo, que me salvó la vida. En Toledo la tuve 24 horas y luego me preparó para el divorcio, aún cuando yo no quería oírla. Estuvo siempre: antes, durante y después.
¿Y el segundo consejo?
Tu vida se parte por la mitad de la noche a la mañana y es muy duro, pero hay que asumir que no hay solución. Esto me parece súper importante. Quizá sea un error por mi parte no hacer ejercicio o intentar ponerme de pie, no digo que no. Hay gente que centra su vida en mantenerse en forma por si un día encuentran algo que les vuelva a hacer caminar. Yo preferí centrarme en estar con mi hijo y en tener mi cabeza ocupada. Si en lugar de ir a trabajar a Monjardín y estar con gente agradable me hubiera apuntado a un gimnasio a intentar ponerme de pie todos los días, creo que no tendría la cabeza como la tengo ahora. Y te cuesta mucho. Durante mucho tiempo sueñas con que inventan algo, pero debes quitártelo de la cabeza y asumir que no vas a andar. A mí la cabeza me la arreglaba tener vida social y ver que mi hijo crecía sano.
¿Tienes momentos de nostalgia en los que te planteas cómo hubiera sido tu vida si no hubiera ocurrido el accidente? ¿O, por el contrario, hasta agradeces en cierta medida que hubiera sucedido porque te gusta en quien que te has convertido?
Efectivamente, es tan real como eso. Mi amiga Pili me suele decir que desde su punto de vista he cambiado para mejor como persona, que antes era una pija y una chulica. Tampoco puedo saber cómo hubiera sido de no haber ocurrido el accidente. Pero ahora tengo muchos amigos nuevos que de no haber sido por esto no tendría, gente que he conocido después de volver de Estella, tras la separación. Muchos son amigos de hacer patio en la ikastola. Creamos un grupo muy chulo de padres y hacemos viajes. Ahora viajo mucho más que antes. Además, tengo tres hermanos, tres chicos. Siempre me he llevado bien con ellos. Me siento tan querida, tan protegida… Siempre están ahí. Y la relación que tenía con mi madre era la bomba. Era de las personas con quien más me reía. Se reía hasta de una mosca. Se reía ella y nos reíamos las demás. El vínculo que establecí con ella y con sus hermanas nunca lo tuve antes del accidente. Si me preguntaran ¿querrías andar? diría sí, claro, a ojos cerrados. Pero la vida que tengo es tan bonita que no sé si hubiera sido posible de no estar en una silla de ruedas.
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