Eugenio Hidalgo trabaja como médico general de Contingencia Profesional en Mutua Navarra. Nació en Cuba, donde su padre trabajaba como chófer en la salud pública. Acompañándolo en su reparto de suministros por policlínicas y hospitales, reconoció su vocación. Pasó su infancia diseccionando lagartos y pájaros y, al terminar el bachiller, la jornada de puertas abiertas de los hospitales de su país le sirvió para confirmar que quería estudiar medicina. La cirugía le deslumbró. Comenzó ahí su lucha por estudiar esa especialidad en un contexto nada fácil. Su vida hasta llegar a Pamplona, el rincón donde ha elegido quedarse, es un periplo por países tan diferentes como Mali o Suiza. Una travesía agridulce en la que ha tenido que trabajar de campesino, enfermero-camarero o anestesista antes de aterrizar aquí, donde se siente por fin feliz y realizado.
¿Siempre tuviste clara tu vocación?
Siempre. Empecé medicina en Cuba en 1985. La carrera se hace en seis años, el programa es casi idéntico al de aquí, por eso para homologar el diploma de médico en España no tuve ningún problema. En el caso de la especialidad, existe una incompatibilidad en la formación, porque en Cuba cirugía general se hace en cuatro años y en España en cinco. Esa diferencia en el programa me obligaba a tener que presentarme aquí al MIR y volver a hacer la especialización completa o bien solicitar la homologación, proceso que podía tardar un tiempo indefinido, tras el cual me podían exigir hacer una formación no remunerada. Al tener familia, ése era un lujo que no me podía permitir. Decidí trabajar como médico general.
¿Cómo fueron tus años universitarios?
Los tres primeros años los hice como interno en un hospital a 40 kilómetros de mi casa. Fueron años muy intensos. Por las noches, iba a las salas a ayudar a la enfermera, pinchar pacientes, administrar medicación… Los fines de semana volvía a casa. A partir del cuarto año, dividieron a los estudiantes por lugar de residencia. A mi me tocó un pueblo de unos 70.000 habitantes con dos hospitales, uno de maternidad y otro que era a la vez pediátrico y general, con categorización docente y quirófanos. Me enviaron a éste. En ese hospital permanecí del cuarto al sexto curso. En cuarto año empiezas a rotar por las diferentes especialidades. Al llegar a cirugía, sentí que era el amor de mi vida profesional. Seguí en las rotaciones, pero me quedé como alumno ayudante de cirugía. Hacía guardias con los especialistas y los residentes. Me fui empapando de ese mundo hasta que lo tuve absolutamente claro. Cuando terminé medicina, solicité estudiar la especialidad. Pero, finalmente, por motivos políticos, no conseguí la plaza.
Ante este revés, ¿qué hiciste?
Me puse a hacer medicina de familia, que en Cuba es obligatoria. Si hacías la especialidad de medicina familiar, tenías un buen recorrido y sacabas una nota muy alta, podías optar a una segunda especialidad, de modo que me tuve que involucrar un poco más para optar a cirugía.
Eso significaba estudiar cuatro años más…
Bueno, cinco en realidad, porque hay un año que se llama de ‘familiarización’, que es el año en que sales de la universidad recién graduado y te llevan a familiarizarte con el mundo médico. Me esforcé mucho, logré ser el primero de mi promoción. Sacaron dos plazas de cirugía general y estuve temblando hasta el último minuto, porque temía que me dijeran que no otra vez. Junto a mi expediente, los profesores me hicieron unos avales muy correctos, de modo que no les quedaba otra.
Ahí empezaste.
En el hospital donde estuve inicialmente estábamos sólo dos residentes, y ya te puedes imaginar cuánto trabajo teníamos. ¡Era todo para nosotros! Aprendimos mucho, a pasos agigantados. Trabajábamos muchas horas. Volvías a casa destrozado, pero con la sensación de que íbamos un paso más adelante que otros residentes en lo que a prácticas se refería. En habilidad quirúrgica llevábamos ventaja. Me gradué como especialista de cirugía en el 2000. Una de mis profesoras estaba en África, como parte de cooperación cubana enviada en Mali. En una conversación que ella mantuvo con el hospital, les comentó que fueran preparando un relevo porque quería regresar en dos años. Nunca pensé que pudieran proponerme ser su sustituto, pero lo hicieron. Aquella oportunidad para mí fue un honor desde el punto de vista profesional, y a la vez un alivio porque por fin iba a poder ganar un poco de dinero.
¿Cómo transcurrió tu aventura africana?
De inicio, me generó mucho estrés. Yo todavía tenía sólo dos años de experiencia como especialista. A ello se sumaba otro: no hablaba francés. Traté de aprender por mi cuenta, pero no había manera de que me concentrara y me entrara. Era la primera vez de todo: la primera vez que salía de Cuba, la primera vez que me subía a un avión, la primera vez que iba a vivir a otro país, la primera vez que me iba a estar yo solo, sin familia… Llegué y, para empezar, nos dieron una formación para explicar las características del país y lo que podíamos y no podíamos hacer.
¿Dónde y cómo vivías allí?
Vivía con cuatro médicos. Éramos ocho especialistas, cuatro en una casa y cuatro en otra. No estábamos autorizados a usar internet. Al principio el contacto era a través de cartas. Imagínate, ¡en el año 2002 todavía escribiendo cartas que tardaban prácticamente dos meses en llegar a Cuba! Y el teléfono era extremadamente caro. A los tres meses, una de las pilotos de Aviación Sin Fronteras tenía un teléfono satelital y nos concedió cinco minutos a cada uno. Subimos al techo de la casa y fuimos hablando por turnos. No atinábamos a decir nada más que los típicos ‘qué tal’, la emoción no nos lo permitía. A medida que fuimos atendiendo pacientes, establecimos relaciones. Conocí a un hombre que tenía una cabina telefónica que sólo me cobraba lo que él necesitaba para pagar al gobierno. Así pude permitirme llamar a casa una vez por semana.

Eras el relevo de una médico muy competente profesionalmente. ¿Qué tal te manejaste?
Las expectativas sobre mí eran las mismas que las que había dejado mi profesora. Ella era muy buena. Algo mayor, pero tenía mucha habilidad quirúrgica. Yo lo hice lo mejor que pude. Nadie me dijo lo haces igual o mejor que ella, pero nadie me dijo tampoco que lo hiciera peor. Y no tuve ningún problema con ningún paciente. Lo que más me sorprendió fue el contraste tan grande entre pobreza absoluta y la gente que tenía mucho dinero.
¿El hospital era público?
Era público, pero había que pagarlo. Es un sistema un poco raro. Sólo por entrar en el hospital hay que pagar un dólar. Después de pagar ese dólar, que es la recaudación para el hospital, ya puedes pasar a la consulta. Pero en Mali, llega el paciente a la consulta y te dice: “Tengo una bolita aquí”. Tú ves que es un quiste. “¿Te lo quieres quitar?” “Sí”. Sacas una ordenanza, como se llama en francés, que es una receta llena de renglones, y escribes toda la serie de materiales y medicamentos que vas a utilizar. El paciente va con eso a la farmacia del hospital y ésta le calcula qué le cuesta todo, de forma que cuando el paciente llega a la consulta viene ya con el precio de lo que le cobrará el hospital por la intervención, a lo que el médico agrega sus honorarios. O sea, la farmacia te cobra 500 francos y yo te voy a cobrar 500 más. 1.000 francos en total. ¿Los tiene? Pues se opera mañana. ¿No los tiene? Pues no se opera. Los especialistas malienses cobran, los cubanos no, y por eso nuestras consultas estaban siempre abarrotadas. Eso generaba celos, tirantez. Nosotros no cobrábamos honorarios, sólo lo de la farmacia, pero sí teníamos que depender de lo que la farmacia dijera.
¿Bajo ningún concepto podías decidir no cobrar a un paciente que no tuviera el dinero?
No. La dirección del hospital nos tenía prohibido hacer obras de caridad, intervenciones gratuitas. Decía que eso generaba una mala educación en los pacientes, que nos iban a ver a nosotros como los salvadores y que entonces, cuando nos fuéramos, ¿qué iban a hacer ellos? Era lógico. Pero era muy difícil ver algunas cosas sin hacer nada, como que una señora entrara con un parto que requería una cesárea. Cuando bajaban la lista de materiales, sumaban 15.000 francos. La familia decía: “No tenemos el dinero”. Se moría la criatura y se moría la madre. Era muy duro. O también ver morir a gente de una apendicitis aguda porque no tenían dinero y tú no estabas autorizado a intervenir.
¿Los propios malienses no eran clementes con sus propios conciudadanos?
Eso no lo vi. Hay una anécdota que he contado innumerables veces. Un hombre a cuyo hijo de diez años le había mordido una serpiente. El chico tenía una infección muy grande en la pierna y el abuelo no tenía dinero para pagar los antibióticos. Aquello costaba 5.000 francos, 8 dólares aproximadamente. No era mucho dinero. Me las apañé para hablar con el abuelo a solas con un intérprete. Aquel señor no hablaba francés, sólo el dialecto de su etnia. Dile que yo le voy a dar el dinero para que compre los antibióticos, pero que no se lo puede decir a nadie. Que vaya a la farmacia y que diga que tiene el dinero, pero que no cuente que yo se lo di, le dije a mi intérprete. Aquel señor se puso de rodillas en el suelo, me besó los pies, se me abrazó de todas las maneras posibles y yo me fui tranquilo a mi casa pensando que había hecho una buena obra. Al otro día, no estaba el señor, el chico seguía en la cama agonizante, no tenía puesto un suero ni tenía nada. “Es que no tienen el dinero”, me explicaron.
¿El abuelo había sido capaz de irse con el dinero y dejar morir al niño?
Efectivamente. El niño falleció finalmente. ¿Cuál es la filosofía? La filosofía es que en esos países africanos donde hay mucha pobreza se da prioridad a un niño de catorce años sobre uno de cinco, porque el de cinco es una carga, no produce, no trabaja, y en cambio el de catorce puede involucrarse, puede trabajar. Por tanto, si hay comida para una persona, se le da al de catorce. En esa familia tendrían otros chicos, el dinero se lo guardó para mantener a los otros y a éste lo dejó morir. Es muy duro, muy difícil, pero esa es su filosofía.

En Mali, ¿qué aprendiste?
Mali fue una escuela, sobre todo cultural y humana. Las patologías que atendí, salvo por alguna amputación por picadura de serpiente y alguna cesárea, que no había realizado en Cuba, fueron más o menos las mismas. Pero lo que aprendí en humanidad, en humildad, fue inmenso. Te cambia la manera de pensar y enfocar la vida. Es un antes y un después. Sobre todo, ser sensible con esas personas que no tienen nada. En Cuba las personas que viven en esa escasez tan absoluta se cuentan con los dedos de la mano. Hay problemas, miserias, pero mucho mercado negro. La gente vive robando y, más o menos, sobrevive. Pero en Mali sí te encuentras con gente que no tiene nada, ni para comer, que depende de la caridad pública permanentemente, gente que duerme toda su vida en la arena porque el Gobierno no tiene recursos para poner una casa, un comedor o albergue público. El contraste es muy grande.
¿Cómo te ha enriquecido profesionalmente esa experiencia?
Te sientes realizado porque logras hacer algunas cosas para las cuales creías estar preparado, luego ves que no estás preparado en absoluto y finalmente las logras hacer. Y, sobre todo, cuando salvas una vida, cuando curas a una persona o alivias a un moribundo. Esas ocasiones son como la máxima realización profesional. Había personas con problemas menores que no tenían dinero y yo, con lo que tenía en consulta, me apañaba para atenderlas.
Tu misión en Mali duró dos años, tras los cuales regresas a Cuba.
Regreso a Cuba, vuelvo a rehacer mi vida allí, me separo, me encuentro con mi esposa actual y en 2007 hago la tramitación para obtener la nacionalidad española. Como era médico, tenía que pedir un permiso al Ministerio de Salud Pública para salir. Pedí ese permiso, tardó algunos años y, por fin, en el último trimestre de 2012, recibí la notificación: ¡Ya podía salir del país!
¿Y podrías entrar de nuevo?
Sí, pero con permiso del Gobierno. En la misión había conocido a dos franceses que tenían una ONG humanitaria y apadrinaban una biblioteca pública. Hicimos mucha amistad, me consideran su hijo adoptivo. Me ayudaron a tramitar mis documentos. Mi idea era ir a Francia para estar con ellos uno o dos meses. Al llegar allí me puse al corriente de la crisis que había en España, de que era difícil encontrar empleo incluso para un médico. Mis amigos me convencieron para que tratara de homologar el título en Francia y, como vivían muy cerca de la frontera con Suiza, solicitara un permiso de trabajo allí. Encontré trabajo en una clínica privada de cirugía estética. El dueño era un libanés. Me puso a prueba, vio que era cirujano de verdad, no sólo porque lo dijera el diploma.
¿En qué consistía tu trabajo?
Empecé lavando instrumental quirúrgico, lo que nunca había hecho en mi vida. Cepillar pinzas, esterilizar, limpiar el suelo… cosas que no había hecho ni de estudiante, porque lo hacían los empleados del quirófano. Ésa fue la otra gran lección de humildad que me dio la vida. A veces había algún cirujano que venía sin ayudante y me decía: “¿Quieres ayudarme?” Y yo veía la gloria. La mayor parte de las veces trabajé como enfermero en planta, cumpliendo indicaciones e incluso como empleado doméstico. Era complicado. Trabajaba mucho, de siete de la mañana a siete u ocho de la noche, más las guardias del fin de semana. Tenía solo un día libre al mes, que debía pedir con un mes de antelación.
¿Tu familia vivía contigo allí?
Sí, estaba con la que hoy es mi esposa, mi hijo pequeño y la hija de un matrimonio anterior. Mi esposa no era ciudadana comunitaria, estaba con un visado que le habían dado por estar conmigo. No conocía el idioma, se pasaba todo el día aprendiendo francés. Vivíamos en un pueblito de montaña, los vecinos no hablaban mucho. La ventaja era que pagaban muy bien. No podía disfrutarlo tampoco por falta de tiempo, pero bueno. Disponía de tres semanas de vacaciones, eso sí, y cuando me las daban nos íbamos a París, a Italia… Pero aquello no era vida. Pero todo se solventó después. Mi mujer es médico también, y empezamos a tramitar su homologación en España. Cuando la obtuvo, decidimos venir. Yo había contactado con un amigo que tengo en Iráizoz, que lleva aquí muchos años. Cuando operé a su hermana en Cuba hicimos amistad y se ofreció para ayudarme a instalarnos. Hice varios viajes previos, arrendé el piso, me inscribí en el Colegio Oficial de Médicos de Navarra y en abril de 2015 atravesamos en coche toda Francia para llegar aquí.
¿Cómo fueron los inicios de vuestra nueva vida en Pamplona?
Fue duro al principio porque tenía un contrato de visitas a domicilio, pero eran muy escasas. Mi mujer estaba tratando de obtener el Número de Identidad de Extranjero, proceso que tarda unos tres meses. Firmé contratos con otras empresas que también hacían visitas a domicilio para aumentar mis ingresos, pero nunca era suficiente. Hice un currículum y empecé a repartirlo: San Juan de Dios, San Miguel, residencias de ancianos y centros de reconocimientos… Un día fui a echarlo a El Corte Inglés. Subí a la octava planta, donde había un centro de reconocimiento que ya no existe. Al reconocer mi acento, un médico dominicano se interesó por mí. Y me sugirió subirme a una ambulancia…
Y entonces empiezas a trabajar en la ambulancia medicalizada de la DYA.
Sí. La mejor época que tuve en Suiza fue cuando el anestesista, que andaba agobiado atendiendo él solo los tres quirófanos de la clínica, me dijo: “Oye, yo sé que tu eres cirujano y que los cirujanos tienen un antagonismo con los anestesistas, pero, ¿te atreverías a trabajar conmigo?”. Para mí era maravilloso quitarme de limpiar pinzas para trabajar como ayudante de anestesia. El jefe de la clínica dio su aprobación y en seis meses me puse a trabajar con él. Aprendí mucho hasta el punto de que en seguida di anestesia solo. Bajo su supervisión, claro, pero solo. De hecho, me hizo una carta en francés, con el sello de la clínica, que presenté aquí. Él era un anestesista reputado en Ginebra. Esto me abrió las puertas de la DYA. De esta forma, empecé a montarme con otros médicos en la ambulancia medicalizada de la DYA para ir cogiendo cómo es la cosa, con vistas a hacer después turnos. Mientras tanto, iba a eventos especiales deportivos.
Tu vida en Pamplona comenzó a encarrilarse.
Uno de los médicos me habló de que en el circuito de Los Arcos estaban buscando médico. Me presenté y me cogieron. Seguí haciendo eventos deportivos con la DYA, pero me fui al circuito. Eso supuso para mí un año de tranquilidad. Unos meses ganaba casi un sueldo completo, otros meses de acuerdo a la cantidad de eventos que hubiera, pero al menos ya era algo que podremos llamar estable.
¿Cómo llegaste a Mutua Navarra?
Me llamaron para hacer una sustitución en el Banco de Sangre y de Tejidos. Eran contratos temporales. Y entonces salió la propuesta de Mutua Navarra. Yo entraba todos los días en la página del Colegio de Médicos para ver las ofertas. Y vi esta. ¿Posibilidad de contrato indefinido? ¿Jornada completa? No podía creerlo. ¡A postular! Me entrevistaron y me cogieron. Y fue una bendición, para mí es una bendición.
Pero, habiendo trabajado en tantos sitios diferentes como has trabajado ¿qué es lo que tiene Mutua Navarra?
Desde el momento en que entré, aquello me pareció como un pequeño hospital, muy organizado. Se respiraba un ambiente de tranquilidad, cooperación, camaradería. Las personas que me entrevistaron inicialmente se mostraron súper amables conmigo, escucharon todo lo que les dije. En una segunda entrevista, me hablaron de qué era y cómo funcionaba una mutua, algo de lo que yo no tenía ni idea, y confirmé que hacían un trabajo importante. Igual que a ellos les gustó mi currículum, mi experiencia muy variada y amplia de años, a mí me encantó cómo ellos me trataron, cómo me acogieron. Empecé con la formación. Y cuando empecé a trabajar, me di cuenta de que iba a hacer muchas cosas que estaban dentro de mi currículum: iba a ver traumatología, heridas, iba a entrar en un quirófano, aunque fuera para cosas pequeñas como la sutura de un tendón o drenar un hematoma… Aunque puedo decir que me siento realizado profesionalmente, porque practiqué la cirugía durante dieciocho años e hice todo lo que se puede hacer en ese campo.
Ahora trabajas como médico general.
Sí, soy médico general de Contingencia Profesional y me siento magníficamente bien. El colectivo de trabajo es magnífico. La empresa tiene objetivos muy definidos y una estrategia bien alineada y realizable. Mutua crece paulatinamente, va ganando en complejidad y en calidad en cuanto a atención médica y al paciente se refiere. Lo menos que puedo hacer es dar en Mutua todo lo bueno que tengo, volcar en ella toda mi experiencia y hacerla crecer en la medida de lo posible. Intentar comprender al paciente, resolverle el problema, que se vaya contento.
¿Cuál es tu mayor ilusión para el futuro?
Aunque me ofrecieran ser cirujano, yo ya no me veo de nuevo haciendo guardias de 24 horas. Tengo una edad en la que ya no soy muy viejo, pero tampoco muy joven. Necesito tranquilidad, estabilidad. Mi aspiración es jubilarme en Pamplona.
Si volvieras a hacer tu recorrido, ¿volverías a este punto?
Sí, y llegaría aquí, a Pamplona, que fue amor a primera vista. Vine aquí por este amigo que tenía en Iráizoz y, cuando empezamos a andar por la ciudad, todo tan verde, caí redondo. Ya no me enseñes más, que es aquí donde voy a estar, le dije. Y no me arrepiento.

¿No echas de menos Cuba, a los tuyos?
Mi madre ha estado aquí, pero tiene 73 años y está muy arraigada en Cuba. No se quiere venir. Mi hermana es joven y podría, pero no se decide aún. Mis sobrinos sí vendrán en su momento. Lo que extraño es eso, pero si te dijera que extraño otras cosas de Cuba te engañaría. Yo nunca fui un perseguido político en Cuba, ni tuve ningún problema con la policía ni con el régimen directamente, pero me sentí muy controlado, muy comprimido, muy asfixiado y con muchas limitaciones. Tengo amigos en Tenerife y el año pasado me decían: “Ven para aquí”. Y yo les contesté: “No quiero estar nunca más en una isla”. Necesito el continente y saber que en cien kilómetros estoy en Francia. Y si quiero, en 600 estoy en Italia.
En todos tus años de profesión, ¿nunca has estado tentado de tirar la toalla o decir fuera, me dedico a otra cosa?
No. En los momentos más difíciles en Cuba, en los años 90, cuando no había literalmente qué comer, yo trabaja de médico de familia en un consultorio, de ocho de la mañana a doce del mediodía. A esa hora cerraba el consultorio y me iba en bici a una finca para trabajar la tierra a fin de ganarme la comida para mi familia. Y eso lo hice durante cinco años. Aprendí a hacer de todo en la agricultura: trabajar con bueyes, sembrar, recolectar, cosechar, anegar el campo… Eso fue entre 1990 y 1995. Cuando empecé a hacer cirugía, no podía maltratarme tanto las manos. Para entonces ya había hecho muchas amistades en la finca y me dijeron que me ocupara de los enfermos, que ellos me mandarían la comida. Dependías de lo que te regalaban. Pero ni en esos momentos tan difíciles dejé de ser médico, ni de hacer guardias, ni de atender a alguien. La profesión siempre estuvo por encima
CFL
Que Historia de vida mas admirable, sin duda esas experiencias han formado una gran persona y un excelente profesional, A el cual tengo el honor de conocer y compartir el área de trabajo.
CATHERINE KOBRIN
J'ai bien connu Eugenio lorsque j'étais à Gao (Mali) travaillant pour une ONG, et je peux confirmer qu'il était un médecin/chirurgien de premier ordre, capable de s'adapter aux conditions de travail particulièrement difficiles dans l' hôpital de la ville - chaleur extrême, manque de moyens et d'équipements, patients dans une extrême pauvreté, etc. Travaillant avec d'autres européens pour la bibliothèque publique et l'institut de formation des instituteurs , nous étions tous très heureux de pouvoir faire appel à lui lorsque nous avions un problème de santé et sa bonne humeur était toujours la bienvenue, quand nous perdions courage. Je suis très heureuse que son parcours si difficile pour parvenir à exercer en Europe, se termine enfin et dans de si bonnes conditions à Pampeluna. Je lui souhaite ainsi qu'à sa famille un avenir paisible et harmonieux. Il l'a bien mérité. CK