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Primer plano de Patxi Goñi
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El hombre cuya vida era la montaña

Protagonista
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Para Patxi Goñi la montaña no es su hobbie, es su vida. Sólo que para poder realizarlo no le queda otro remedio que trabajar. Así que hace malabarismos para poder irse de expedición dos meses seguidos. Una vez pensó que iba a morir descendiendo el Kanchenjunga (8.586 m), la tercera montaña más alta del mundo. El pasado verano participó en el rescate de una compañera japonesa en el Broad Peak (8.051 m), en la frontera de Pakistán con China. Y nunca olvidará lo que sintió en la cima del mundo, como él llama al Everest.

Todo lo que pasa en una vida puede concentrarse en una expedición, dice Patxi. La aventura de vivir al límite. Sin embargo, para él ninguna cumbre merece arriesgar la vida, la cima está en casa y la montaña es para vivirla, no para morir en ella. De las expediciónes se queda con la gente humilde de las aldeas, ese mundo de sherpas y porteadores que tanto admira y, a su vuelta, con el momento de compartir el vídeo de su aventura con sus vecinos de Lumbier.

A la montaña dicen que debes que ir con gente en la que confíes, personas que, en caso de que pase algo malo, tengas la certeza de que van a responder.
Sí, tienes que ser muy amigo para poner tu vida en manos de alguien. ¿A quién estás encordado? En un momento dado tu vida puede depender de él tranquilamente o la suya de ti. Hay que ir con alguien que sabes que no va a dudar en ayudarte, ¡capaz renunciar a la cumbre por ti sin siquiera pensárselo! Lo que pasa es que es difícil encontrarlo. Hay mucha diferencia entre ir a una montaña con amigos y con compañeros. Por otra parte, a nadie puedes aconsejar que sea generoso o egoísta, porque a veces ser egoísta te puede salvar el pellejo y no me siento capaz para impartir consejos sobre la manera de ser de cada uno. Sólo puedo aconsejar respeto, respeto a todo lo que se mueva, pero para lo demás cada cual que actúe como le salga, como sepa o pueda.

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Por lo visto, tú sí eres capaz de comprometer tu vida por salvar la de otra persona. Me refiero al rescate en el que participaste el pasado verano en Pakistán.
Ocurrió en una montaña de 8.000 metros, el Broad Peak. Nos llegó la noticia de que había caído una avalancha, se había llevado al grupo, y en él estaba Sumiyo Suzuki, una chica japonesa que no conocía antes de esta expedición y que formaba parte del grupo en el que nos desenvolvíamos. Decidimos ir. Había muerto un porteador y Sumiyo estaba gravemente lesionada. Contactamos con ella, la empezamos a bajar y por donde la estábamos bajando nos cayeron cinco avalanchas, una detrás de otra. Ibas bajando a la chica, veías que venía la avalancha encima, y pensabas: ¿qué hago?, ¿me echo a correr y ahí te las veas o me quedo a ver lo que pasa? En esos momentos, que son tan de flash, en que no te da tiempo a pensar sino sólo reaccionar, es cuando realmente sale lo que eres. Llegó un momento en que dije: me quedo con ella. Y pasó la avalancha. Y al rato pasó otra. Morir llevando a alguien no es una mala manera mala de morir, pensé. Una de las cosas por las que estoy tan tocado con esta expedición es porque los cinco que formamos el grupo permanecimos allí. Mucha gente se fue perdiendo por el camino. Salieron de todas las tiendas de campaña, de todos los campos base. ¡Eran hormigas pasando el glaciar! Y cuando llegamos allí, estábamos sólo los cinco. La japonesa tuvo una fractura abierta, toda la tibia asomaba por allá, una avería tremenda, pero salió adelante, y… ¡hoy vuelve a caminar! Espero volver con esa gente con la que he estado este año. ¡Me da igual que sea a la misma montaña!

¿En algún momento has pensado: aquí me quedo, no salgo vivo?
Lesiones no he tenido, pero sí la sensación de estar perdido a 8.000 metros de noche, cayéndome entre grietas, solo, y decir en voz alta: chaval, la has cagado. Estaba convencido de que no saldría de allí, de que iba a morir en la montaña. Estaba solo. Salí por mis propios medios. Sucedió bajando de la cumbre del Kanchenjunga, que es la tercera montaña más alta del mundo. Decidí adelantarme, se echó la noche y me perdí. Aquello era un laberinto de grietas, me caí, salí y me volví a caer. Pensé: en una de éstas te vas a ir chaval, ya no vuelves a casa. Yo estoy soltero, no tengo hijos. Veo a compañeros que sufren mucho en la montaña, por ellos y por los que están en casa. A la hora de arriesgar en la montañaesto pesa mucho. Yo al menos estoy libre de esa carga. Pero es un arma de doble filo. Tener una familia que esta atrás esperando, unos hijos, una mujer, te puede ayudar mucho para vencer una situación muy dura. En aquella ocasión, descendiendo el Kanchenjunga, estaba asustado, pero no temía por mí; lo que más me preocupaba es que se iban a quedar en casa sin mí, que ya no me iban a volver a ver. Es curioso cómo en esos casos se activa el mecanismo de supervivencia. Me senté en la nieve un rato, me calmé y me dije: venga, sigue andando hasta que encuentres la tienda. Y la encontré o me encontró ella a mí. No era una angustia exacerbada, resulta muy difícil de explicar.

 

 

¿Qué es lo que más te atrapa de la montaña: el equilibrio con la naturaleza, la sensación de libertad, la necesidad de riesgo, conocer tus límites…?
Es un compendio de cosas. Empezando por la curiosidad. Voy a subir a la cumbre para ver qué hay detrás de aquella montaña, quiero ver los valles que hay detrás. Nunca olvidaré la sensación al llegar a la cumbre del monte Acherito, de 2.374 m. Tenía 14 años, era mi primera cima y al ver desplegada ante sí los Pirineos me prometí que subiría todas las montañas que oteaba desde allí. Y, además, quiero saber dónde está mi límite. ¿Puedo subir hasta allí? ¿Estoy dispuesto a arriesgar lo que hay que arriesgar para llegar hasta allí? Voy a probar… Por otra parte, a mí la montaña me equilibra, lo tengo clarísimo. Yo no sería como soy si no fuese por la montaña. Mi carácter lo ha fraguado la montaña. Yo soy así porque soy montañero. Es una manera de enfrentarte a la vida porque lo que vives en una expedición de montaña es lo que te ocurre en toda una vida. Fracaso, éxitos, superación, dolor, la muerte, la alegría… El recorrido emocional de una vida concentrado en dos meses. Así que imagínate la intensidad con la que se vive. Es una escuela de la vida, sin duda.

Últimamente, parece que cualquiera se apunta a subir al Everest. ¿Qué está pasando?
La gente quiere ponerse en riesgo, el bombazo de adrenalina, pero que no le pase nada. La montaña no es así, es otra cosa más íntima, más profunda. A lo mejor suena un poco cursi, pero es así como yo vivo la montaña. Yo enseño las películas a mi gente y les gustan muchísimo. Y a mí enseñárselas porque vivir una experiencia de éstas para ti solo, ¿de qué sirve? Así que me gusta mucho contarlo y que la gente conozca otras tierras, otras culturas. Si, después de ver una de mis películas, alguien de Lumbier decide irse al Himalaya me parecería fantástico, pero no por esa moda de haber visto a los de ‘Al filo de lo imposible’ subiendo una pared de hielo. Mis películas las preparo con música y quedan genial, pero cuando estás allí no oyes música por ningún lado. Sudas, pasas mucho frío, no comes, no duermes… Eso un día tras otro. ¡No era esto lo que parecía!, suele decirse. ¿Cuántas veces he oído eso? La gente quiere resultados ya, busca la inmediatez, llegar al final saltándose estadios. Ahora hay un amigo que conoce a un chico que quiere entrevistarse conmigo porque quiere ir al Everest. ¡Yo no quiero hablar con él! Si tanto quiere ir al Everest tendrá que hacer algo antes, tendrá que pasar muchos años por otras montañas antes de ir allí. ¡Lo quiero ya!, me diría él. Sí, pero quiere el resultado, la guinda, ¡no el camino antes de llegar allí! La gente no quiere perder el tiempo aclimatándose, quiere los resultados. Y veo que esto pasa en todos los deportes y en todos los órdenes de la vida. La gente quiere la fama, que le reconozcan por la calle, el parné a la espalda, que a la vuelta a casa les saquen a hombros.

Dicen que si a un montañero le preguntas cómo prefiere morir, de un ataque al corazón en el sofá de casa o en la montaña, escoge lo segundo.
Uf. Yo prefiero no enterarme, que me dé un patatá y no enterarme. El riesgo de la montaña está ahí y si no hubiese riesgo probablemente no irías, pues nada que merezca la pena está libre de riesgos. Si te limitas a subir, sacar unas fotos y bajar, sin sufrir absolutamente nada, ahí no pintas nada. Cuando voy a la montaña quiero vivir toda la experiencia, culminarla y volver a casa. Volver a casa después de una expedición es un puntazo. Encontrarte otra vez con tu gente, con tus amigos y contarlo. Mi expedición no acaba ahí. Hago una película con lo que he filmado. Y le enseño a todo el pueblo lo que he hecho.

¿Como una especie de reportaje de ‘Al filo de lo imposible’?
¡Mejor hecho, mejor enfocado! Yo he coincidido con “Al filo de lo imposible” y he visto su manera de trabajar. Es un programa de televisión y está concebido para eso. Tiene otros valores. Muy respetables, desde luego, porque es gente que está subiendo el monte y que sufre igual que tú, pero es un producto de mercado. El objetivo último es hacer un programa y que lo compren en EE.UU., en Francia y en todo el mundo. Para mí, una expedición son dos apartados: la escalada pura y la convivencia con los pueblos que viven en los valles, debajo de las montañas del Himalaya. Si alguien me dijera: te recojo en tu casa con un helicóptero, te llevo al campamento base y de ahí subes la montaña, le diría que no. Es que así te has cargado la mitad de la expedición o más. Para mí, hacer toda la marcha de aproximación, viendo esas aldeas y cómo vive la gente allí, no tiene precio. Te marca, te hace bajarte del guindo rápidamente. En la montaña puedes ir sin sherpas de altura, pero resulta imposible llegar a la base de la montaña sin unos porteadores que te lleven todo el equipaje, toda la comida y todo con lo que vas a vivir durante dos meses.

¿Cómo vive la gente de las montañas?
Hace muchos años leí que ir de expedición no es sino una excusa para ir a conocer a estas civilizaciones y poco a poco me he ido dando cuenta de que tal vez sea cierto. La gente de esas aldeas convive con la naturaleza. Los pueblos de montaña son pobres, así que más que vivir sobreviven, malviven. Ahora he estado en Pakistán con los baltíes, que es una etnia de la zona alta, en la frontera con el Tíbet. Tienen un poquitín de tierra y cuatro animales de granja, unas cabras y unas gallinas. Les he visto cosechar el cereal con una hoz pequeñita, espiga por espiga. Pero te desarbolan sin siquiera decirte nada. Los valores que tengo me los ha dado esa gente. Indiscutiblemente. Esa sencillez y esa naturalidad desbordante que tienen. Viven siempre hacia adelante y no tienen nada. Están esperando a que llegue la temporada como agua de mayo porque el dinero que ganan en una expedición les permite vivir todo el año. Hacen dos expediciones anuales más algún trekking, y eso les da un poco de desahogo. Te metes en su casa y te dan un plato de arroz, que a lo mejor es todo lo que tenían para cenar. Aquí eso ya se acabó. Hace ochenta años sí se vivía así: todas las puertas abiertas, cualquiera entraba en cualquier sitio y siempre tenías una mesa. Hoy, ¡olvídate! Y eso que tanto nos gustaba de niños vuelves a revivirlo allí.

¿Qué otras cosas te han llamado la atención de esas culturas?
Que tenemos una visión de la vida y de la muerte muy distinta. Sobre todo, de la muerte. Ellos toman la muerte como algo muy natural, no sé si es por sus creencias religiosas o por naturaleza. Este año vi morir a un porteador cuando fuimos a rescatar a la japonesa, Sumiyo Suzuki. Uno de los porteadores que me ayudó a bajarla era baltí. Nos llevó bajarla toda la mañana. Cuando llegamos abajo, la dejamos en manos de luna doctora, y el tío se recostó contra la pared y se echó a llorar porque su compañero había muerto. Lo sabía desde el punto de la mañana, estuvo llorando un rato y al día siguiente ya era una persona normal: continuó porteando para el grupo que lo había contratado. Se resetean. La vida es eso, hasta que dure.

¿Cómo se adapta todo eso a la vida aquí? ¿es posible hacerlo?
Ésa es una de las cosas contra las que choco una y otra vez. Quiero buscarle una salida y no la encuentro. Si no sabes vivir de otra manera que la que tenemos, ¿lo abandonas todo? En función de lo que disfrutes en una expedición te cuesta luego volver más o menos. En la de este año me lo he pasado fenomenal, he conocido a una gente maravillosa, he convivido con los porteadores como pocas veces, así que volví el 4 de agosto, pero en realidad me resisto a volver. Estoy todavía empanado, no quiero entrar en la noria, pero la noria da vueltas y te engancha, todos los años te engancha.

Una vez oí decir que no es más valiente el que sigue hasta el final sino el que se conoce y se retira a tiempo. ¿Te ha pasado divisar la cumbre y darte media vuelta?
Sí. En 2009 fui al Kanchenjunga por segunda vez. El primer año, en 2007, murió un compañero mío estando conmigo y los del grupo que quedamos dijimos: “Volvemos dentro de dos años, alcanzamos la cumbre y le rendimos un homenaje”. ¡Llegué hasta los 8.500 m y tiene 8.586! Vi la cumbre, veía a la gente llegando a la cima, pero dije: ya vale, hasta aquí llego. Y me volví sin pisarla. No podía más. La primera vez me había perdido bajando esa montaña solo. En esta segunda ocasión pensé: si hago cumbre, bajo otra vez de noche, y no estoy dispuesto a pasar otra vez por aquello. No me costó mucho renunciar. Pero hay gente que no sabe. No es que no quieran, es que no saben, y eso es muy peligroso. Alcanzar una cumbre que te imposibilite ir a más no sirve de nada. Por ejemplo, una cumbre que suponga perder los dedos por una congelación. Por culpa de eso ya no vuelves. ¿Y ahora qué? He visto a gente arriesgar la vida descaradamente por una cumbre. ¡Por una cumbre no merece la pena arriesgar absolutamente nada, ni una uña! Es muy bonito llegar arriba y todos los esfuerzos que hago son por llegar allí, pero la cumbre es sólo la guinda a un enorme pastel, la verdadera cumbre está en casa, la cima es cuando llegas a casa. ¡Yo voy a la montaña precisamente porque me gusta volver a la montaña! ¡Yo quiero vivir en la montaña, no morir en ella!

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