Cuando tenía veinte años trabajaba en Tokio. Eran finales de los 80 y pensaba, como muchos otros, que Japón dominaría el mundo. Había ido allí buscando fortuna y me ganaba la vida dando clases de español e inglés mientras aprendía japonés.
El entonces Consejero Delegado del Banco Santander de Negocios había preguntado al Embajador de España en Japón si conocía algún español que no fuese cura o monja y que hablase japonés y éste le sugirió que me llamase. Lo hizo y comencé a trabajar en Santander de Negocios en Tokio.
Poco tiempo después tuve una entrevista en el Mitsui Bank y me hicieron una oferta. Todavía recuerdo la escena de dos ancianos directivos en el último piso de un rascacielos en Shinjuku (la City) ofreciéndome tres millones de pesetas al año si me iba con ellos.
Justo unos días antes el presidente de un gran grupo financiero Japonés se había comprado el cuadro Los Girasoles de Vincent van Gogh por 4.500 millones de pesetas. En el instante de oír la oferta me vino a la cabeza la compra del cuadro y pensé: «con todo lo que yo produzca para el banco el presidente del Mitsui se va a comprar un cuadro y lo pondrá en su cuarto de baño». Rechacé la oferta.
Diez años después, era Director General en uno de los bancos del Santander y me di cuenta de que sólo me dedicaba a trabajar, me había convertido en un esclavo, justó lo que había intentado evitar al rechazar la oferta del Mitsui bank.
Hoy el mundo corporativo está lleno de esclavos. Con carreras universitarias y MBAs. Es una esclavitud diferente, más sibilina, pues no es impuesta. Los ejecutivos la eligen, la desean, la abrazan. Son esclavos de su propia ambición. Dan todo lo que tienen en interminables jornadas sin dejar espacio para su familia, para Dios o para sus amigos. Se entregan totalmente, en cuerpo y en alma, a su trabajo. Por la noche llegan a casa exhaustos, incapaces de hacer nada salvo desplomarse y dormitar.
Muchos son ascendidos, se emocionan y dedican todavía más horas al trabajo, aumentando su ya crónica dependencia. Se compran casas caras, llevan sus hijos a colegios caros, incrementan sus necesidades y refuerzan sus cadenas. Ya no pueden abandonar ese trabajo porque piensan que su vida se derrumbaría. Afianzan su esclavitud.
Las cuatro cadenas que atenazan a este tipo de esclavos modernos son la ambición, la vanidad, el prestigio y el qué dirán. Y así consumen la única vida que podrán disfrutar, entregados a la Corporación, dándose enteros. Si su jefe les critica un viernes les destroza el fin de semana.
Me contaba un directivo de sesenta años, recientemente despedido: «He pasado todos los años de mi vida subiendo los peldaños de una escalera y, de repente, me he enterado de que estaba apoyada en la pared equivocada. Mis hijos no han disfrutado el único padre que tienen ni mi mujer ha tenido marido. Ahora estoy sólo. He sido un estúpido».
Ser esclavo hoy para muchos es una elección. La libertad consiste en saber vivir una vida equilibrada. Muchos directivos han arruinado su vida porque han caído en la trampa de la búsqueda obsesiva del más, y así se han convertido en esclavos. Una alta proporción de ellos vive enganchado a ansiolíticos o antidreprevisos. Su cuerpo les avisa de su error. Pero ya no saben salir, se han esclavizado.
Si eres ejecutivo, reflexiona y recuerda que lo que importa no es el objetivo, sino cómo creces y disfrutas el proceso y qué aportas a la sociedad. Trabaja los cuatro frentes de tu vida (profesional, espiritual y familiar y comunitaria) y cuida especialmente a tu familia. Así dejarás de ser esclavo.
Si quieres cambiar tu pensamiento, empieza cambiando tu comportamiento. La libertad exige ser valientes. Nadie te va a dar la libertad, tienes que cogerla tú. La verdadera libertad la consigues cuando tus acciones están alineadas con lo que sabes que debes hacer.
Si eres jefe recuerda que aquellos que niegan la libertad a otros pierden el derecho a tenerla ellos mismos.
Fuente: Un artículo de Enrique Quemada para Expansión
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