Se cuenta la historia de una madre que cansada de que su hijo comiera mucho dulce fue a ver a Mahatma Gandhi y le pidió que le dijera al niño que no comiera azúcar. Gandhi, después de una pausa le pidió a la madre que volviera con el niño pasadas dos semanas.
Dos semanas después, la mujer volvió con el hijo a visitar a Gandhi. Al verlos, Gandhi miró bien profundo en los ojos del muchacho y le dijo: “No comas azúcar”. La madre, agradecida pero perpleja, le preguntó a Gandhi por qué le había hecho esperar dos semanas para decirle solo eso. Gandhi le contestó: “Hace dos semanas, yo también estaba comiendo azúcar. “
Sea o no cierta la anécdota, nos sirve como reflexión para preguntarnos sobre el poder de las palabras y cómo éstas pueden llegar a influir, si bien éstas deben estar sustentadas por un comportamiento acorde con el mensaje si queremos ser sinceros y coherentes con nosotros mismos y los demás.
Las palabras y expresiones que utilizamos reflejan procesos mentales que afectan a nuestra manera de pensar y comportarnos. El lenguaje que configuran las palabras y la forma en la que las usamos tiene un gran alcance, una cualidad energética que llega a configurar los límites de nuestra vida, de comprender la realidad y configurar nuestras creencias, nuestra forma de pensar y de entender la realidad que nos rodea.
También es cierto, como afirma el refranero que las “palabras se las lleva el viento”, perduran unos breves instantes en nuestra cabeza y después se desvanecen, a no ser que exista un refuerzo, algo que nos permita anclar el pensamiento que dichas palabras han generado en nuestra mente.
De hecho, las palabras se disipan en el tiempo, y su efecto se diluye a menos que sean reforzadas, evocadas, recordadas o nuevamente escuchadas.
Quien no ha escuchado y repetido, incluso hasta la saciedad, aquella exclamación cuasi desesperante de ¡Cuántas veces tengo que decirte, …! Y, ¿Cuáles han sido los resultados? Podríamos afirmar, acaso que, a pesar del poder de las palabras, éstas se inertizan si no encuentran ese refuerzo que las haga perdurar y ser más consistentes.
¿Y qué da consistencia a las palabras? Sin duda, el propio ejemplo de lo que se afirma. Si respaldamos los mensajes, relatos o consejos con la evidencia y con el propio comportamiento el mensaje queda reforzado, lo hacemos más creíble y convincente.
La coherencia entre lo dicho y lo hecho, entre la palabra y su plasmación en el hecho, convierte a la acción en la materialización del mensaje y en el refuerzo convincente.
Por tanto, si queremos ser respetados, las acciones de nuestra vida deben estar alineadas y en consonancia a los mensajes que transmitimos. De no ser así, si desde fuera perciben que nuestro comportamiento es diametralmente opuesto a aquello que transmitimos, ¿quién creerá en nosotros y en nuestro mensaje?
Por todo ello, practicar el ejemplo es el mejor mecanismo para convencer, transformar y generar confianza en nuestra relación con los demás. En el polo opuesto, la práctica de comportamientos opuestos a nuestras palabras resquebraja la credibilidad y la fe que las personas hayan podido depositar en nosotros.
Y realmente ¿practicamos con el ejemplo? ¿Queremos que ciertos comportamientos de nuestro entorno (familiar, social, profesional) adopten los cambios que deseamos si no somos nosotros los primeros ejemplos en los que esas personas pueden verse reflejadas?
Podemos llegar a un consenso generalizado afirmando que las palabras influyen, convencen y animan al cambio en actitudes y comportamientos (por ejemplo, en asuntos de seguridad, educación, salud y conducta ciudadana). No obstante, el hecho de reforzar las palabras con hechos fehacientes, evidencias y ejemplos, consolidan y arrastran a las personas a adoptar dichos cambios.
El poder de “arrastrar” con nuestro ejemplo adquiere extremada relevancia en ámbitos de nuestra vida tan determinantes como la salud, la seguridad en el trabajo o la educación de nuestros hijos.
Pensemos que la credibilidad es como la confianza, se construye día a día, y se puede destruir en un momento. Por ello, es tan necesaria cuidarla y fortalecerla.
¡Que cunda el ejemplo!, que predominen los actos y que sirvan de luz para otros. En esta línea, y para finalizar quisiera recordar una frase atribuida a Edith Wharton, escritora y diseñadora norteamericana de comienzos del siglo XX, quien afirmó: Hay dos maneras de difundir luz: ser la lámpara que la emite o ser el espejo que la refleja”. En ningún caso, seamos partícipes del mal ejemplo que contraviene y desacredita nuestros comentarios y opiniones.
Y es que, como se suele decir “una imagen vale más que mil palabras”. Nuestra forma de actuar tiene mucha más influencia en nuestros hijos que los propios consejos que podamos verbalizar. Este vídeo es una prueba de ello. https://youtu.be/HGwhQAiKfBU
Juana Mari Pellejero
Así es, PREDICAR CON EL EJEMPLO!!! Gracias, vosotr@s sois un modelo a seguir con vuestro trabajo y profesionalidad. Estoy muy contenta de pertenece a vuestra Mutua.